PINTURAS LEÍDAS. ALEJANDRO MESONERO

Jaime Blanco Aparicio (Doctor en Historia del Arte)

Una mirada precipitada a los cuadros de Alejandro Mesonero podría dar la equívoca impresión, tal y como le ocurrió a algunos galeristas à la mode del Madrid más vanguardista de los años 80, que sus cuadros reflejaban simplemente una nostalgia por un tiempo pasado. Sin embargo, una contemplación atenta, como la que propone y requieren sus cuadros, nos descubre una obra que se interroga profundamente sobre las grandes preguntas de nuestro tiempo. Nos anima, pues, a reflexionar sobre el mundo circundante y sobre nosotros mismos, en tanto que espectadores y en tanto que protagonistas de aquél, a través de aquellos mitos y ritos y de aquellas metáforas sobre las cuales la humanidad ha buscado pensarse a lo largo de su historia y que hoy día mantienen su plena vigencia: la sombra, el espejo, el paso del tiempo, la envidia, la ambición, la manipulación, la soledad, el viaje, el amor, etc. Las explora –en muchos casos- a través de los refranes y frases hechas de sus títulos, profundizando en el imaginario lingüístico popular y en lo que las palabras muestran y esconden, revelando uno de los leitmotiv de su obra: la apariencia de las cosas. Su pintura reflexiona, a través de unos motivos artísticos recurrentes -sobre los cuales vuelve una y otra vez de una manera obsesiva-, no tanto sobre la historia del arte y sus formas más emblemáticas, sino, sobre lo que tras ellos subyace, esto es, las respuestas dadas por la historia del arte a las angustias de su propio tiempo.

Como su maestro el pintor salmantino Zacarías González -con quien guarda un innegable vínculo intelectual a la hora de entender el oficio de pintor- la obra de Alejandro Mesonero no propone una mirada de vanguardia. No supedita la pintura y su oficio a lo original ni al progreso, como es característico de aquellos hijos terribles de la edad moderna, incapaces de dialogar con su pasado inmediato, atrapados en su ateísmo estético. Por el contrario, su mirada es una mirada moderna, tal y como la describiera Baudelaire, en el que el presente, lo transitorio, fugitivo y contingente, dialoga con la otra mitad constituyente y fundamental del arte, lo eterno e inmutable. Como pintor de la vida moderna que es, convierte al espectador en un flâneur, invitándonos a deambular por los espacios de su modernidad y por aquellos hitos que han marcado su vida personal y artística: Peñaranda de Bracamonte, Salamanca, Galicia, Cáceres y, finalmente, ocupando un lugar problemático y doloroso, aquella metrópoli de Madrid, con la que el pintor siempre mantuvo un difícil diálogo y cuya extrañeza, sin duda, trasladó a las temáticas de sus cuadros.

Frente a la tradición de la ventana albertiana que supedita la figura humana al espacio perspectívico, su obra construye el espacio a través de las figuras que habitan en él, como reflejó su exposición en Salamanca de 2005: el bosque humano. Es a partir del cuerpo humano y de sus gestos, de manos y rostros (como señaló la gran tratadística artística del Renacimiento a partir de la actio ciceroniana) que las historias de sus cuadros se narran y se prestan a ser leídas y, de este modo, a través de meditadas composiciones, luces, sombras y colores, los cuerpos son los auténticos creadores del espacio pictórico, en un claro diálogo con Velázquez. No obstante, en ocasiones, el espacio se convierte en protagonista, haciéndose reconocible, lo que nos permite recorrer la vida y evolución estéticas del propio pintor: los campos y encinares salmantinos de la juventud; los hechizados bosques gallegos del estío; la teatralidad de las arquitecturas geométricas cacereñas; los edificios emblemáticos y enigmáticos de la capital salmantina; las fachadas peñarandinas atravesadas por un tiempo en devenir otrora esplendoroso. Pero, incluso estos espacios, se ven sometidos a sus búsquedas, transformándose en un teatro en el cual el hombre debe representar un papel.

Sin duda muchos comenzarían el relato sobre su obra acudiendo a la historia de la pintura, con cuyos principales protagonistas entabla un diálogo constante, comprendiendo la pintura, ante todo, como un oficio cuya cocina –tal y como la denomina- hay que conocer y aprender antes de nada. Frente a aquellos que ya ni siquiera miran hacia atrás, como el ángel de Klee, condenando a los que vendrán tras ellos, Alejandro Mesonero encontró en las salas de los museos de aquella metrópoli de Madrid y en su otra profesión como artista gráfico, el impulso para investigar y conocer las técnicas, antiguas y modernas, experimentando con todo tipo de materiales; lo que le permitió alcanzar en algunos de sus cuadros eso que distingue al artista del artesano, logrando que los materiales expresasen su propia potencialidad, dialogando finalmente con la Historia de la pintura.

No obstante, y frente a esta tradición pictórica claramente presente en su obra, el propio Alejandro Mesonero nos relata un origen diferente para su pintura, siendo uno de sus recuerdos recurrentes los belenes de su infancia. En aquellos bosques humanos, los pliegues de las túnicas cobraban un protagonismo especial, insuflando una dinámica misteriosa que, como las ondas al irrumpir la piedra sobre la lámina de agua, se desplegaban a lo largo de un escenario teatral donde subyace el misterio de la palabra arremolinando la aparente quietud, emergiendo otro de los leitmotiv de su obra: la cuestión de la espiritualidad y de lo religioso. Temas que constituirán algunos de los caminos sobre los cuales su obra transitará. Sus cuadros nos muestran, por tanto, un pintor que reflexiona sobre la vida a través de la figura humana y en los que, con el discurrir del tiempo, la vida como teatro y el hombre como comediante irán cobrando protagonismo; lo cual nos tienta a ver tras algunos de sus cuadros y personajes un autorretrato del pintor como comediante.

Pudiera parecer paradójico hablar de comedia y de Pinturas leídas, como si los cuadros de Alejandro Mesonero se conformasen por palabras y conversaciones, pues, en líneas generales, sus personajes dan la impresión de estar silenciosos, melancólicos, extrañados, aislados o ensimismados, casi siempre entre la multitud arremolinada y definidos por un impulso fracasado de querer decir y no poder, tras el que sólo escuchamos silencio. Parece así como si las palabras hubieran quedado relegadas a unos títulos que han sido profundamente meditados, siendo, en ocasiones, el motor que los ha generado, revelándonos, de nuevo, ese leitmotiv de la palabra como fuerza creadora. A modo del hilo de Ariadna, estos títulos nos ofrecen una promesa de legibilidad que, sin embargo, nunca llega a consumase y que nos introduce, por contra, en un juego de equívocos, donde el espectador en un diálogo frustrado con el cuadro queda atrapando, precisamente, a causa de esa promesa de sentido. Los otros bosques de sus cuadros, constituidos por esa multitud de palabras que los pueblan: objetos, emblemas, figuras, inscripciones –resonando en ellos las citas eruditas de la gran tradición-, ahondan en este sentimiento de desazón en el espectador. Sobre todo para aquellos que pensaban que con la pintura figurativa el sentido venía dado y que simplemente había que leer lo depositado por el pintor. De nuevo, a través de estas disonancias y apariencias, de silencios ilegibles, Alejandro Mesonero nos revela nuestro propio engaño, el de pensar como simples opuestos lo figurativo y lo abstracto, dialogando sus obras con la abstracción de forma permanente.

Los cuadros generan, pues, a través de estas apariencias una sensación de extrañeza, animando al espectador a preguntarse por su propia alienación. Una extrañeza que surge, precisamente, porque la clave no está ni el título que propone, ni en las referencias que pueblan sus cuadros, esto es, en aquellas promesas de palabras para ser leídas, sino en la propia palabra del espectador. Es decir, sus cuadros –como en un juego especular- devuelven la palabra-creadora –y por tanto el protagonismo- al propio espectador, como dando a entender que es la Palabra -nuestra palabra- la única capaz de dar sentido al microcosmos de los cuadros y al macrocosmos al que hacen referencia. Sus cuadros se revelan, por tanto, como una maquinaria barroca, donde sólo la Palabra puede dar sentido a lo humano y al mundo, y, de este modo, se postulan como una posible respuesta –clásica- al problema del sentido en lo moderno. Frente a un mundo actual donde se demanda a la técnica la generación de sentidos, Alejandro Mesonero nos incita a plantearnos que sólo el hombre y la palabra, en tanto que protagonistas de los bosques de lo moderno, pueden convertir el teatro del mundo en un espacio habitable con sentido para sí. Como en Las Meninas, en su obra sólo existe un lugar desde el cual puede alcanzarse esa legibilidad, y ese, es el lugar que opuesto al espejo representado por el propio cuadro ocupa el espectador, en tanto que humano y en tanto que Palabra.